miércoles, 2 de septiembre de 2009

El botín de las tripas

La gota cae ruidosa sobre el balde. Toc, toc, toc, suena rítmicamente, haciendo eco por encima de las respiraciones.
Martín tiene frío en la nariz, en las manos, en la cabeza, y siente la almohada helada por la humedad.
La idea de que deberá levantarse con lluvia lo abruma.
Se tapa la cabeza con la manta que, áspera, le hace cosquillas en la cara.
Se hunde en el interior de la cama, acurrucado en posición fetal. Le llega la tibieza de los cuerpos de sus dos hermanos, uno a cada lado, los tres compartiendo colchón y frazada.
La puerta chirria.
“Mamá se levantó”, adivina Martín, al tiempo que una ráfaga de aire helado se mete a la pieza como si tuviera forma corpórea, con dedos que le rozan el cuello.
Siente toser a su madre convulsivamente, desde la letrina.
Cuando la mujer vuelve, prende la garrafa y pone la caldera con agua, mientras prepara el mate.
El vapor se esparce por la pieza y se condensa en los vidrios que reflejan un cielo plomizo.
Martín se hace el dormido, fingiendo una respiración profunda para que a su madre no se le ocurra pedirle algo. Le cuesta levantarse. ¿Sus hermanos estarán haciendo lo mismo que él?, le intriga.
Al final se queda realmente dormido.
Lo despierta la voz de la mujer que les reclama:
- Vamos, chiquilines, a levantarse, hay que salir a trabajar.
Se demora un poco, al igual que los hermanos, hasta que la madre les saca la frazada y eso los obliga a ponerse en pie.
Se ponen el pantalón y los zapatos y, sentados en la cama, toman leche en el mate que pasa de mano en mano, llenado por la madre.
- Tato, cuando termines encargate de arrimar el Centella al carro. Y vos, Martín, ayudalo. Chispa, andá a buscar las bolsas.
- ¿Vamos a salir con lluvia?, pregunta el Chispa, con desgano.
- Ya no llueve más y se está abriendo por el sur, así que va a mejorar. No puedo estar otro día sin plata. Pónganse el nylon por encima.
Salen los tres niños como un grupito de gorriones, corriendo y saltando los charcos de agua, gritando su algarabía entre chapas y basura.
Cada uno cumple con su parte y pronto el grupo está montado sobre el carro, listo para salir, la madre con las riendas en la mano, los chiquilines peleando los lugares, a los empujones.
Se mueve el carro cuando el caballo emprende el trote impulsado por el sacudón de las riendas, zangoloteando a la banda de gorriones mientras circula por las calles de tierra.
Pronto se alisa el terreno y los cascos resuenan en el asfalto.
Contradiciendo la previsión, la garúa sigue cayendo sobre el nylon bajo el cual se arracima el grupo.
- La puta madre, murmura la mujer.
Tienen que dejar el paisaje de chapas y bloques y entrar a la ciudad de bulevares verdes para llegar a un contenedor que valga la pena.
- Bajate Tato, y fijate qué hay.
El mayor abre la tapa y empieza a hurgar entre las bolsas. El Chispa también baja, se mete adentro y le alcanza otras.
Sacan unos pocos cartones que logran rescatar secos. Algunos trapos, botellas y un par de zapatos estropeados.
Por suerte, dejó de llover.
La mujer y Martín acondicionan las cosas en el carro.
De repente el niño siente tronar sus tripas, antes aún de que el olor a bizcochos y a pan caliente lo invada alevosamente, tan fuerte que casi le da un vahído.
Mientras el grupo familiar sigue atareado, Martín se escabulle y se acerca a la vidriera del comercio, desde donde ve humear las bandejas recién salidas de cañones y croissants. La respiración ansiosa empaña el vidrio.
Se mete la mano en el bolsillo pero no hay ni una moneda.
Un perro atado espera en la vereda a su dueño. Ladra contento y mueve la cola cuando un hombre con su pequeña hija de la mano salen de la panadería y se le acercan.
El hombre suelta un momento a la nena para desatar al perro.
La nena es chiquita y carga en sus manos una bolsa grande de papel de estraza.
Martín mira hipnotizado cómo la grasa de los bizcochos empieza a impregnar suavemente el lienzo marrón, moviéndose como una pintura viva.
Quiere la bolsa. No él, sus tripas.
Se acerca; es sólo extender la mano, mientras el hombre está de espaldas.
Da un tirón y sale corriendo.
No llega a oir el llanto de la nena, de tan rápido que pone distancia.
Antes de que lo agarren o le hagan devolver el botín, se mete varios bizcochos en la boca.

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