miércoles, 2 de septiembre de 2009

Misericordia

La duna, muralla incandescente, enemiga, crepita fuego. Se interpone con el alivio. Es la gran prueba, la final, tal vez.

El hombre la mira y los ojos encandilados se le enturbian. Montado sobre el camello, siente un vahído y se da cuenta de que, en realidad, viene del animal, que, luego de un instante de vacilación, quiebra su paso para caer de rodillas, desplomado.

Cuando se da cuenta, el hombre está mascando arena, revolcado en el colchón blando e hirviente. Solo. Perdido.

Se deja estar, hundido en su desazón, hasta que el sentimiento se convierte en nada.

Con los brazos en cruz y la carne floja, tan sólo está ahí, fundido y entregado. El sol hace crujir la tela de su túnica, pincelada de mar profundo en el lienzo de arena destellante.

A través de los párpados cerrados, mil chispazos le danzan cual djinnes fulgurantes del desierto.

El sonido gutural de su compañero de trajines lo reaviva. Se sobrepone y gateando se acerca. Tantea sus alforjas de largos flecos multicolores en busca del recipiente de agua, que todavía guarda.

Vuelca algunas gotas en los labios del animal, que lo mira con ojos ardidos.

Destina otras para él.

El cuerpo, hábil economizador de humedades, las redistribuye.

Las piernas responden, lo levantan. Algunas palabras salen de su boca para dar ánimo al animal.

Los dos, una vez más, lo intentan.

El hombre del desierto y su camello, un punto añil y un punto marrón, avanzan, paralelos, sin expectativa, sin angustia. Nada más entregados a su marcha.

La duna los ve y en su gran misericordia comienza a tenderles sus dedos oscuros.

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