jueves, 26 de noviembre de 2009

lunes, 26 de octubre de 2009


El 48% de los uruguayos estamos de luto por la pérdida de la dignidad nacional

Duele en dolor universal.

Ese tipo de dolor que aplasta el aire, pero permite que en hueco de segundo estalle una risa en el nivel personal.

La desilusión de lo colectivo, la tristeza de la chatura son nubes que quedan flotando por encima de nuestras cabezas, o de las cabezas de algunos, casi un 48%.

Quedarán ahí tanto tiempo más, con un alcance que tal vez todavía no alcancemos a vislumbrar.

Y mientras, el luto, el análisis, y el podría haber sido.

Pero ya está, de nada vale.

A pesar de las explicaciones, queda un regusto como de aborto.

 

miércoles, 21 de octubre de 2009


A la dignidad y la verdad decimos SÍ, votamos la rosada

lunes, 5 de octubre de 2009

Cuentos de cuna


Cueva rosada, piel de durazno. La manito de Gabriel acuna un conejito naranja de ojos acuosos mientras le habla de todas las rondas que se arman en las noches titilantes, y de las arienes que vienen a besar a los niños en sus cunas.

El conejito lo escucha.

Gabriel le cuenta también lo que le cuenta su mamá, que el día en que nació vino una sílfide a jalarlo de la cabeza para que saliera más rápido. Después de eso sintió mucho frío, tanto, que le hizo pichí en la cara al doctor. 


De la serie “Sapos y Princesas”

Rescate de la tierra del nunca más

Encaje de plata trémulo, cristal de agua iridiscente, siluetas mórbidas. En la tierra de los argos todo pende de un hilo.

Secuestraron a Dariana, la del don de enhebrar las memorias, y está prisionera en el reino del nunca más.

Sin ella, malo es el pronóstico para nuestra aldea pues los hechos que dieron origen a nuestra existencia se desintegrarán y los recuerdos volarán grises, como polvo de momia. Al igual que todos nosotros.

Tausert, el tejedor de futuros, ha partido a rescatarla.


De la serie “Sapos y Princesas”

Sin ella

Hssss, hssss, sopló la brisa, levantando crestas gélidas. Sísifo se protegió el cuello.¡Cómo extrañaba a la dama verde! Pensó que a las caléndulas les pasaba lo mismo. Ya no vibraban como soles de innúmeros universos. Sísifo agarró una y mordisqueó los pétalos suaves y acres, separando el centro amargo de la flor. Eso lo aprendió de la dama verde, como tantas otras cosas. Pero los insensatos la desterraron del bosque, del río y las montañas. Y todo languidecía sin ella.



De la serie “Sapos y Princesas”

Adiós de amor


El aire dulzón de la mañana vuela en ancas de las mariposas amarillas.

Detrás del seto asoman unos ojos lánguidos, los que estaba esperando.

Él, elfo. Yo, humana.

Nuestro amor tan solo puede cruzarse en este aquí y ahora donde dejarnos la marca por toda la eternidad.

Zumbido de abejorros, sonido de chicharras en el colchón de tréboles que transpira calor.

El amor intenta desesperado detener las horas.

Pero llega la luna para zambullirse en el lago y el agua nos moja con luz de luciérnagas.

¿Cómo haremos?


De la serie “Sapos y Princesas”

Puente viejo



En Florencia, las casas ocres de celosías de madera y tejados rojos se enciman y entrecruzan en calles angostas que caracolean.

Bajando por la ciudad llego al Ponte Vecchio, una gran galería con tres grandes arcos en el medio que se abren al Arno. En sus costados, las pequeñas construcciones de colores que antes eran viviendas y hoy son joyerías y tiendas de anticuarios parecen casitas colgadas.

La belleza del Ponte Vecchio tiene ecos del medioevo y me despierta un sentimiento de añoranza y anhelo.


De la serie “On the road”

Reinas africanas

El colorido de las mujeres de Mali contrasta con el paisaje seco y polvoriento. Con sus niños a cuestas, despliegan elegancia y gracia. Son reinas cotidianas, aún las gordas matronas que sirven la comida de enormes ollas.

La cocina es un predio descampado, de fuegos en el piso. Las ollas son calabazas de distintos tamaños.

Y luego, la noche silenciosa estalla con el compás alocado de tambores intensos acompañados por los cantos y la danza vibrante y acelerada de hombres y mujeres que cimbran como juncos en la noche con luz de estrellas.

 

De la serie “On the road”

Salmón y langostinos


La isla en los fiordos era fría y ventosa. Rodeada de un mar azul claro y montañas rocosas, con hilitos de nieve, tenía una vegetación rala pero intensa, abundante en musgos mullidos.

En una playita nos sentamos a comer langostinos, crema de caviar y ajo, panes de todo tipo, cordero crudo con miel, salmón, fiambres y un queso noruego marrón. Todo acompañado de té y café – nada de cerveza o vino...

Cuando volvimos el sol seguía brillando como si tal cosa, ¡y eran más de las 10 de la noche!


De la serie “On the road”

Brumas ígneas


El volcán Pucaya, en Guatemala, tiene baba de fuego, estornuda ceniza y ama a sus hijos, porque sus hijos lo aman.

Yo llegué a ese lugar. Estuve a la orilla de sus ríos de lava y pisé sus rocas vivas. Sentí el calor y el olor a azufre. Vi las lenguas de fuego avanzando parsimoniosas, convirtiéndose luego en enormes rocas negras ásperas, lava enfriada y petrificada. Desde una piedra alta contemplé el paisaje inédito, de a ratos envuelto en humo, y junto a sus hijos lo reverencié y lo celebré.

De la serie “On the road”

Como un pájaro

El instructor desplegó el parapente en el pasto. Me calzó unos arneses como silla; él iba detrás.

Me explicó que cuando dijera "lista" yo tenía que caminar ladera abajo de la montaña y luego correr un poco hasta terminar tirándome al vacío.

Tratando de no pensar y tragándome los nervios, lo hice.

Todo fue muy rápido y cuando quise acordar ¡ya estaba volando!

Planeamos sobre el lago Atitlán, rodeado de montañas y nubes, esa penumbra que envuelve a Panajachel y le da un toque nostálgico.


De la serie “On the road”

viernes, 18 de septiembre de 2009

las plantaciones no son bosques

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Orfandad

La religión me llegó de la fuente más retrógada –las monjas. El compromiso con lo divino venía de la mano del temor a Dios, aparentemente el vínculo más destacado con esa terrible figura omnipotente e implacable. En medio de amenazas de infiernos, o tal vez por ellas, persistí en la búsqueda de lo sagrado.

Más tarde, ya en otros entornos, el celo religioso cedió y empezaron a nacer dudas y cuestionamientos: ¿sería todo inventado?¿no teníamos el coraje de aceptar nuestra naturaleza mortal?

Finalmente, tomé la gran decisión: me hice atea.

Así pasé mucho tiempo, en la dimensión finita del materialismo dialéctico, descartando de un plumazo todo lo que no encajara en eso.

No obstante, imperceptiblemente, otra pulsión comenzó a brotar en mí.

Algo sin nombre, hasta sin expresión; un vacío, una carencia, una sed, me empujaba a la búsqueda de lo innombrable, que no sabía si estaba dentro mío, o fuera, o ambas cosas, pero que sin dudas esta vez lo encontraría desde la libertad.

Anduve en vaivenes, mirando al trasluz, con plegarias en ciernes, abortadas en la boca seca de dudas y resistencias. Aun así. llegué a puertos muy interesantes, encontré respuestas, encontré preguntas.

Pero cuanto más cerca llegaba, más orfandad sentía. Algo se me negaba, algo que todos tenían menos yo. Algo que estaba ahí, del otro lado de una puerta que encontraba cerrada y ante la cual me quedaba desvalida, acongojada, anhelando una señal.

Cada tanto, un destello me ensanchaba el pecho; cabían dentro un montón de milagros, todo era liviano, promisorio y conexo. Pero el momento pasaba y la carne se endurecía, el paso volvía a hacerse plomizo y el peso de lo humano se me venía encima, denso, chato. Y yo volvía a quedar huérfana de Dios.

jueves, 3 de septiembre de 2009

Chichicastenango

Amanece. Las casas de tejas y adobe cuelgan pálidas sobre la bruma translúcida, que se demora en las calles del pueblo abrazado por las montañas. Es temprano pero ya hay ajetreo. Es que es domingo, día de mercado en Chichicastenango. Todo el lugar se vuelve un mercado.

A medida que la mañana avanza la niebla se desgrana y se integra al azul del cielo. El bullicio se despereza y repta entre los puestos que a esa altura ya lucen sus linduras.

Comienzo a deambular por la feria y me deslumbro con las pesadas telas bordadas con hilos de seda, las prendas con hilados que parecen albergar todo el sol de Guatemala, las maderas con dibujos geométricos, los cueros repujados, las cerámicas brillantes, las piezas de alfarería. Me emborracho de colores.

Además de los puestos establecidos están las vendedoras ambulantes; generalmente son “ellas” y sus niños, adiestrados desde chiquitos en el arte del asedio com

ercial. “Cómpreme, señorita, mire qué bonito güipil. Cómpreme, para mi suerte, la primera venta”. Siempre es la primera venta. En Chichicastenango el asedio es dulce y tenaz y me lleva de la mano al arte del regateo.

Calle abajo, en otro sector, se entremezclan los aromas de comida: las tortillas, las fritadas, la carne asada. Más allá invade el dulzor de las frutas distintas y pletóricas. Los granos de frijoles y maíces rebosan en las bolsas de arpillera; las raíces, las hierbas, las flores dan cuenta de la diversidad guatemalteca.

Yo vuelvo a los textiles. Entro a un puesto donde los bolsos, bolsitos, carteras, blusas, polleras y telas con bordados ocres y rosados iridiscentes, me hipnotizan. Mientras estoy ahí, extasiada en una penumbra que me guarece de la muchedumbre y del calor que ya se hace sentir, escucho una explosión, y otra, y otra. La señora del puesto avisa: “¡Viene la procesión!”. Asomo la cabeza por entre los tapices que cuelgan del techo. El sol cae a pleno. Me invade el aroma del copal.

Es el Domingo de Resurrección de la Semana Santa. El humo y el polvo, dorados por la luz del mediodía, rodean al grupo de indígenas que avanzan solemnemente con sus trajes típicos y máscaras, portando velas encendidas y cargando a sus santos al hombro, en parigüelas. Suenan tambores, flautas, silbatos y la incesante explosión de los petardos. En la atmósfera se expande el penetrante incienso. Avanzan las cofradías; la procesión pasa tan cerquita mío que casi la toco. Me sumo.

Circulamos por unas pocas callecitas hasta llegar a la iglesia de Santo Tomás, impecablemente blanca y adornada con cintas y crespones violetas coronados de flores. Un colchón de paja de pino alfombra las escalinatas de piedra que dan acceso a la entrada. Llegan los santos, la procesión, la gente de fuera, como yo. La algarabía es música y la música es algarabía.

Este pueblo quiché celebra a sus santos --los antiguos entreverados con los que les impusieron-- con color y mística. Yo tomo prestado un poquito de ese derroche. Y agradezco.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

El botín de las tripas

La gota cae ruidosa sobre el balde. Toc, toc, toc, suena rítmicamente, haciendo eco por encima de las respiraciones.
Martín tiene frío en la nariz, en las manos, en la cabeza, y siente la almohada helada por la humedad.
La idea de que deberá levantarse con lluvia lo abruma.
Se tapa la cabeza con la manta que, áspera, le hace cosquillas en la cara.
Se hunde en el interior de la cama, acurrucado en posición fetal. Le llega la tibieza de los cuerpos de sus dos hermanos, uno a cada lado, los tres compartiendo colchón y frazada.
La puerta chirria.
“Mamá se levantó”, adivina Martín, al tiempo que una ráfaga de aire helado se mete a la pieza como si tuviera forma corpórea, con dedos que le rozan el cuello.
Siente toser a su madre convulsivamente, desde la letrina.
Cuando la mujer vuelve, prende la garrafa y pone la caldera con agua, mientras prepara el mate.
El vapor se esparce por la pieza y se condensa en los vidrios que reflejan un cielo plomizo.
Martín se hace el dormido, fingiendo una respiración profunda para que a su madre no se le ocurra pedirle algo. Le cuesta levantarse. ¿Sus hermanos estarán haciendo lo mismo que él?, le intriga.
Al final se queda realmente dormido.
Lo despierta la voz de la mujer que les reclama:
- Vamos, chiquilines, a levantarse, hay que salir a trabajar.
Se demora un poco, al igual que los hermanos, hasta que la madre les saca la frazada y eso los obliga a ponerse en pie.
Se ponen el pantalón y los zapatos y, sentados en la cama, toman leche en el mate que pasa de mano en mano, llenado por la madre.
- Tato, cuando termines encargate de arrimar el Centella al carro. Y vos, Martín, ayudalo. Chispa, andá a buscar las bolsas.
- ¿Vamos a salir con lluvia?, pregunta el Chispa, con desgano.
- Ya no llueve más y se está abriendo por el sur, así que va a mejorar. No puedo estar otro día sin plata. Pónganse el nylon por encima.
Salen los tres niños como un grupito de gorriones, corriendo y saltando los charcos de agua, gritando su algarabía entre chapas y basura.
Cada uno cumple con su parte y pronto el grupo está montado sobre el carro, listo para salir, la madre con las riendas en la mano, los chiquilines peleando los lugares, a los empujones.
Se mueve el carro cuando el caballo emprende el trote impulsado por el sacudón de las riendas, zangoloteando a la banda de gorriones mientras circula por las calles de tierra.
Pronto se alisa el terreno y los cascos resuenan en el asfalto.
Contradiciendo la previsión, la garúa sigue cayendo sobre el nylon bajo el cual se arracima el grupo.
- La puta madre, murmura la mujer.
Tienen que dejar el paisaje de chapas y bloques y entrar a la ciudad de bulevares verdes para llegar a un contenedor que valga la pena.
- Bajate Tato, y fijate qué hay.
El mayor abre la tapa y empieza a hurgar entre las bolsas. El Chispa también baja, se mete adentro y le alcanza otras.
Sacan unos pocos cartones que logran rescatar secos. Algunos trapos, botellas y un par de zapatos estropeados.
Por suerte, dejó de llover.
La mujer y Martín acondicionan las cosas en el carro.
De repente el niño siente tronar sus tripas, antes aún de que el olor a bizcochos y a pan caliente lo invada alevosamente, tan fuerte que casi le da un vahído.
Mientras el grupo familiar sigue atareado, Martín se escabulle y se acerca a la vidriera del comercio, desde donde ve humear las bandejas recién salidas de cañones y croissants. La respiración ansiosa empaña el vidrio.
Se mete la mano en el bolsillo pero no hay ni una moneda.
Un perro atado espera en la vereda a su dueño. Ladra contento y mueve la cola cuando un hombre con su pequeña hija de la mano salen de la panadería y se le acercan.
El hombre suelta un momento a la nena para desatar al perro.
La nena es chiquita y carga en sus manos una bolsa grande de papel de estraza.
Martín mira hipnotizado cómo la grasa de los bizcochos empieza a impregnar suavemente el lienzo marrón, moviéndose como una pintura viva.
Quiere la bolsa. No él, sus tripas.
Se acerca; es sólo extender la mano, mientras el hombre está de espaldas.
Da un tirón y sale corriendo.
No llega a oir el llanto de la nena, de tan rápido que pone distancia.
Antes de que lo agarren o le hagan devolver el botín, se mete varios bizcochos en la boca.

Las titís

La calle estaba deslucida, o por lo menos así le pareció con respecto a sus recuerdos. La verja de la Flia. Cruz había sido mucho más grande, y las tejas rosadas de la casa de su amiga Mariel habían sido lustrosas y brillantes, y no del rojo desleído con que las veía ahora.

Gloria suspiró, se puso el mechón de pelo detrás de la oreja y abrió el portoncito azul. Avanzó por los escalones flanqueados por canteros donde la vegetación nacía salvaje.

La casa de las tías.

Había pasado mucho tiempo desde que la discusión descomunal de la familia cayera como una guillotina que la separó de ese trío.

Más tarde, desprendida de legados que no le pertenecían, pasó a reconsiderar los hechos y tomó la decisión de revertirlos. Era un desperdicio tirar sus años azules por la alcantarilla de estúpidos rencores de otros.

Miró el pino que flanqueaba la puerta. Ése seguía igual. Recordó cuando de muy chiquita el gusanote enorme aquél se desprendió de una hoja y le cayó en el pelo. Había salido gritando como una desaforada y las tres tías se abalanzaron para socorrerla. Una se lo sacó de la cabeza, la otra la upó y la abrazó, la tercera le trajo un chocolatín Águila Saint para calmarla.

Las tías. Con sus escotes pronunciados y senos profusos, uñas largas y rojas, malas palabras.

Le encantaba mirarlas cuando fumaban sus cigarrillos con boquilla, parecían estrellas de cine si no fuera que eran petisas y un poquito regordetas.

Las tías, que se desvivían por entretenerla. Recordaba la vez que sus padres se habían ido al cine y para que no extrañara, una de ellas se trepó a la mesa y empezó a bailar y zapatear.

Y la tía que cuando era bien chiquita le daba el puré, con el ritual del pocito, y el indefectible cuento entre una cucharada y otra. Después de tantos años el amor se seguía colando tan fuerte…

Se le hizo un nudo en la garganta. Tocó el timbre.

Adivinó detrás de los visillos que venían a atender.

Cuando la puerta se abrió no habló. Tan solo abrazó fuerte a la tía que ahora le quedaba tan chiquita entre sus brazos. Llegaron las otras dos y el abrazo dio para las tres, que lo devolvieron fuerte.

Haikus de la escritura

desgañitada

locuaz literatura

buscando a tientas


reflejo escueto

de hondos interiores

alma en zozobra


dardos errados

semifusas en caos

muda de gritos


verbos revueltos

imágenes que aúllan

caída a pique


pavos reales

los intelectualoides

armando reglas


criterios vanos

modernidades fatuas

guarda tu verbo


cadencia oculta

hipnóticas palabras

pulso onírico


ánimo suelto

sucumbo sin pretensión

desapegada


alas palabras

libre de expectativas

un mero vuelo


crece el motivo

palabras aplicadas

muere la forma


la intención brilla

afanes redentores

dan el sentido


zarza encendida

restalla en los repliegues

guía la mano

Misericordia

La duna, muralla incandescente, enemiga, crepita fuego. Se interpone con el alivio. Es la gran prueba, la final, tal vez.

El hombre la mira y los ojos encandilados se le enturbian. Montado sobre el camello, siente un vahído y se da cuenta de que, en realidad, viene del animal, que, luego de un instante de vacilación, quiebra su paso para caer de rodillas, desplomado.

Cuando se da cuenta, el hombre está mascando arena, revolcado en el colchón blando e hirviente. Solo. Perdido.

Se deja estar, hundido en su desazón, hasta que el sentimiento se convierte en nada.

Con los brazos en cruz y la carne floja, tan sólo está ahí, fundido y entregado. El sol hace crujir la tela de su túnica, pincelada de mar profundo en el lienzo de arena destellante.

A través de los párpados cerrados, mil chispazos le danzan cual djinnes fulgurantes del desierto.

El sonido gutural de su compañero de trajines lo reaviva. Se sobrepone y gateando se acerca. Tantea sus alforjas de largos flecos multicolores en busca del recipiente de agua, que todavía guarda.

Vuelca algunas gotas en los labios del animal, que lo mira con ojos ardidos.

Destina otras para él.

El cuerpo, hábil economizador de humedades, las redistribuye.

Las piernas responden, lo levantan. Algunas palabras salen de su boca para dar ánimo al animal.

Los dos, una vez más, lo intentan.

El hombre del desierto y su camello, un punto añil y un punto marrón, avanzan, paralelos, sin expectativa, sin angustia. Nada más entregados a su marcha.

La duna los ve y en su gran misericordia comienza a tenderles sus dedos oscuros.