jueves, 3 de septiembre de 2009

Chichicastenango

Amanece. Las casas de tejas y adobe cuelgan pálidas sobre la bruma translúcida, que se demora en las calles del pueblo abrazado por las montañas. Es temprano pero ya hay ajetreo. Es que es domingo, día de mercado en Chichicastenango. Todo el lugar se vuelve un mercado.

A medida que la mañana avanza la niebla se desgrana y se integra al azul del cielo. El bullicio se despereza y repta entre los puestos que a esa altura ya lucen sus linduras.

Comienzo a deambular por la feria y me deslumbro con las pesadas telas bordadas con hilos de seda, las prendas con hilados que parecen albergar todo el sol de Guatemala, las maderas con dibujos geométricos, los cueros repujados, las cerámicas brillantes, las piezas de alfarería. Me emborracho de colores.

Además de los puestos establecidos están las vendedoras ambulantes; generalmente son “ellas” y sus niños, adiestrados desde chiquitos en el arte del asedio com

ercial. “Cómpreme, señorita, mire qué bonito güipil. Cómpreme, para mi suerte, la primera venta”. Siempre es la primera venta. En Chichicastenango el asedio es dulce y tenaz y me lleva de la mano al arte del regateo.

Calle abajo, en otro sector, se entremezclan los aromas de comida: las tortillas, las fritadas, la carne asada. Más allá invade el dulzor de las frutas distintas y pletóricas. Los granos de frijoles y maíces rebosan en las bolsas de arpillera; las raíces, las hierbas, las flores dan cuenta de la diversidad guatemalteca.

Yo vuelvo a los textiles. Entro a un puesto donde los bolsos, bolsitos, carteras, blusas, polleras y telas con bordados ocres y rosados iridiscentes, me hipnotizan. Mientras estoy ahí, extasiada en una penumbra que me guarece de la muchedumbre y del calor que ya se hace sentir, escucho una explosión, y otra, y otra. La señora del puesto avisa: “¡Viene la procesión!”. Asomo la cabeza por entre los tapices que cuelgan del techo. El sol cae a pleno. Me invade el aroma del copal.

Es el Domingo de Resurrección de la Semana Santa. El humo y el polvo, dorados por la luz del mediodía, rodean al grupo de indígenas que avanzan solemnemente con sus trajes típicos y máscaras, portando velas encendidas y cargando a sus santos al hombro, en parigüelas. Suenan tambores, flautas, silbatos y la incesante explosión de los petardos. En la atmósfera se expande el penetrante incienso. Avanzan las cofradías; la procesión pasa tan cerquita mío que casi la toco. Me sumo.

Circulamos por unas pocas callecitas hasta llegar a la iglesia de Santo Tomás, impecablemente blanca y adornada con cintas y crespones violetas coronados de flores. Un colchón de paja de pino alfombra las escalinatas de piedra que dan acceso a la entrada. Llegan los santos, la procesión, la gente de fuera, como yo. La algarabía es música y la música es algarabía.

Este pueblo quiché celebra a sus santos --los antiguos entreverados con los que les impusieron-- con color y mística. Yo tomo prestado un poquito de ese derroche. Y agradezco.

2 comentarios:

ana arjona dijo...

Raquel, me atraparon tus textos.
Algunos claro, ya los conocía! pero otros no. En particular los haiku que son preciosos!!
Bravo! Te abrazo,Ana.

Stella Maris Vázquez Pérez dijo...

Raquel, tu texto me recordó Pisac, el año pasado escribí mis impresiones.
Un abrazo